Huitzingéngari y su esposa, por ser los príncipes purépechas fueron integrados a la nueva nobleza. Él dejó el manto de plumas con los colores reales para vestir el traje español y adoptó el nombre de Don Antonio. Apenas se bautizó, ingresó al colegio fundado por los frailes, donde sorprendía con la lucidez de su pensamiento. Mintzita, mientras, con gran asombro observaba la ciudad de Pátzucaro transformarse con la influencia de los conquistadores. Detrás de la reja de los balcones, Mintzita miraba llegar a las comitivas de la nobleza española. El temor oprimía su corazón. ¡Añoraba tanto su palacio de Tzintzuntzan!
Mientras su esposo se adaptaba sin vacilación a la nueva cultura dominante, Mintzita miraba con timidez a su alrededor. Entraba aterrada al nuevo santuario donde aquel Cristo moría eternamente para encender el sahumerio. A Él, como a sus dioses tutelares, Mintzita pedía que su esposo no se enamorara de alguna de las hermosas jóvenes recién llegadas de lejanas tierras
Soy el príncipe Huitziméngari, el que dejó su manto de plumas y vistió el traje español.
Soy el que aprendió castellano con fray Alonso de la Veracruz.
Nadie podría creer que los indios tuviéramos talento.
Soy el que quedó confundido con la belleza de la española Blanca de Fuenrara.
Soy el que una noche perdió a su esposa Mintzita, y que tiempo después la encontró transformada
en la mujer más hermosa sobre la tierra y la amó para siempre.
Soy Mintzita, esposa de Huitziméngari, soy la que tuvo que aprender a vivir entre extraños.
Soy la que una noche conoció los ojos azules y la piel blanca de su adversaria.
Soy la que huyó a la isla de Pacanda, la que contemplaba el lago azul,
la que bailaba desnuda noches enteras bajo la luna blanca,
la que hizo a mano el traje más hermoso y lo vistió.
Soy la que regresó con su príncipe sabiéndose la mujer más hermosa sobre la tierra.
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